Las elecciones son cada vez más inútiles en nuestro país. Aquí estamos votando desde hace más de medio siglo y hasta ahora no se ha resuelto mediante ellas un solo problema nacional. Es que las elecciones tienen un solo papel o cometido, abordar y solucionar los problemas de la prioridad que estén planteadas en el seño de las oligarquías dominantes.
Venezuela tiene hoy una oligarquía dividida o escindida en dos troncos. Tenemos la oligarquía bolivariana y la oligarquía escuálida. Iguales ambas, por sus orígenes, por su conducta y por su ideología, las dos son hijas del presupuesto y sólo tienen unos labios ávidos para chupar cuanto recurso sea colocado cerca de sus narices que son capaces de captar hasta un olor situado a kilómetros de distancia.
La oligarquía bolivariana alternó con los adecos y los copeyanos y de ellos aprendió el sublime arte del atraco, Los códigos y las leyes tienen todos una moral muy elástica. Cuando el atraco lo perpetra un ciudadano particular, las leyes definen ese acto como delito que pone en marcha los mecanismos defensivos existentes para castigar el crimen y prevenir la imputación del delincuente. Pero si el atraco se comete contra el patrimonio del Estado por un funcionario calificado para manejar una institución del mismo Estado, se convierte en un acto administrativo que merece elogios en los círculos políticos.
La oligarquía bolivariana estuvo muchos años a la vera del gobierno haciendo méritos para recibir alguna dádiva de Carlos Andrés Pérez, pero los adecos, en el cenit de su influencia como capos mayores del gansterismo electoral, no necesitaban la ayuda de estos mendigos de la política. Una buena mañana, los militares que para constituirse en camarilla saqueadora necesitan insurgir, promovieron y realizaron el golpe fallido del 4 de febrero.
Fue el golpe más torpe por su concepción disparatado y su ejecución mediocre. Recuerdo lo que nos contaba José Francisco Jiménez, muerto en hora inícua hace dos o tres años, de sus experiencias la noche del 3 para el 4 de febrero: la incapacidad de aquellos militares para montar un tanque de guerra en una gandola de piso bajo, la incapacidad demostrada luego en Miraflores y por último, su rendición sin disparar un tiro. Los hampones no presumen de héroes ni le cobran a la República ventajas que producen pero casi todos mueren peleando en la tórridas madrugadas de Caracas. El relato de José Francisco Jiménez habría servido para reprobar a los militares del 4 de febrero si su actuación de aquella noche fuera sometida a examen.
La oligarquía bolivariana está hoy constituida por dirigentes políticos como Aristóbulo Istúriz y José Vicente Rangel dueños de saneadas fortunas hechas bajo la sombra más benévola que pueda existir en nuestro país. Aquella que protege los pasos de los gobernantes inescrupulosos. Aquí cae primero preso el cardenal arzobispo de Caracas que algún amigo del presidente de la República, así cometa delitos de lesa Humanidad.
La oligarquía bolivariana ha hecho ya la acumulación primitiva del capital que ocurre cuando una camarilla llega al poder e inicia el saqueo de las arcas del Estado. Le toca ahora hacer lo que ya hicieron en su tiempo los gomecistas, los adecos, los copeyanos y los perezjimenistas, invertir los recursos hurtados para que la plusvalía se transforme en capital. Eso no lo harán los miembros de la oligarquía bolivariana sino en el momento en que los recursos depositados por ellos en las cuentas numeradas de la banca suiza pasen la etapa que llaman de la incubación. La acumulación primitiva del capital robado al fisco cesa en general cuando pueden pasar los fondos –quienes sean sus dueños– de un paraíso fiscal a cualquier Estado. Por desgracia para sus integrantes, los miembros de la oligarquía bolivariana están en general, lejos de llegar a ese momento en que el capital robado se vuelve honorable.
La otra oligarquía, la que tildaremos de escuálida, aunque no sea la palabra más correcta, tiene a su favor la fortuna de que tal palabra pronto prendió en el vocabulario popular. La oligarquía escuálida, se parece a la oligarquía bolivariana en el origen de los fondos, en la habilidad para esconderlos y en la sagacidad mercantil que han adquirido sus miembros. Pero hay rasgos que distinguen a la oligarquía escuálida de la oligarquía bolivariana. Es más culta y capaz la oligarquía escuálida. Ya la oligarquía escuálida tiene diplomas de la London School of Economics o del Massachussets Institute of Technology. Sigue esta oligarquía ligada al Estado y ahora, cuando el fin del régimen chavista se vislumbra en el panorama, las ligazones de esta oligarquía con el Estado tenderán a incrementarse.
Si el exponente más caracterizado de la oligarquía bolivariana es Aristóbulo Istúriz quien es negro de oficio o de profesión, el más destacado exponente de los escuálidos aburguesados es Diego Arria, enriquecido bajo el gobierno de Carlos Andrés Pérez. Sin embargo, Arria tiene un defecto que Cantinflas habría definido como una cierta falta de ignorancia. Los personajes de las oligarquías del peculado en Venezuela deben ser criollazos que beban el Santa Teresa carta roja a fondo blanco, jugar de vez en cuando bolas criollas y llevarle algunas flores a María Lionza cuando sea oportuno hacerlo.
Las dos oligarquías terminarán enlazándose. No hay modo de producción más absorbente que el capitalismo. Un sistema donde se compra para producir y se produce para vender, es el sistema más dinámico que haya existido en el mundo.
Lo que cayó en 1991 no fue el capitalismo, cayó ese año el llamado socialismo real que era tan corrompido, pesado y rígido que terminó convirtiéndose en lápida. Para lápidas las de los cementerios, las demás sobran.
El socialismo bolivariano pierde todos los días una batalla. Llamar al socialismo bolivariano sería como hablar de un comunismo fascista.
Simón Bolívar fue un hombre conservador, no incurren en yerro los historiadores de Colombia cuando lo catalogan como fundador del Partido Conservador. Cada compañero bolivariano que consigue unas puyitas deserta sin tardanza, los hombres son farsantes mientras andan limpios.
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